sábado, 7 de diciembre de 2013

CUENTO DE NAVIDAD. Más vidas que un gato.


Cuentan de que las personas, sobre todo las que tienen más suerte, pueden llegar a tener incluso, más vidas que un gato. Y el dicho popular dice, que los gatos tienen siete vidas. Con el paso del tiempo, y con los peligrosos episodios vividos a lo largo de mi existencia, había perdido la cuenta de las vidas que me quedaban, pero, haciendo un esfuerzo de memoria y un recuento de ellas, veo, tal como pensaba, que mi saldo esta en negativo. ¿Porqué, alguno de vosotros se ha puesto a hacer números, de las vidas que le pueden quedar?.

A lo largo de la vida, seas más o menos mayor, seguro te han pasado cosas, con las que te has dicho: ahí, con un poco de mala suerte, la podía haber palmado. No creo que sea yo el único, al margen de lo sumamente despistado que voy por la vida, y hasta quizás un poco estúpido, al que le han pasado hechos que me podían haber enviado al más allá; en bastantes ocasiones y antes de hora.

Toda esta serie de contratiempos, por llamarlos de alguna manera, me hacen suponer que ya no me quedan nuevas vidas para gastar (siempre según la referencia gatuna), y que vivo de lo que se podría llamar "la propina". Entre otras razones, porque ya las he gastado todas, y quizás hasta alguna más. La suerte, es evidente, influye en todo, y en el caso de vivir o morir aún mucho más. Pero no nos pongamos trascendentes y vayamos al cuento o al recuento.

A la temprana edad de un año ya había gastado dos. Una edad en la que, uno no tiene porque gastarlas, ya que si todo va bien, estas lleno de salud y tu organismo esta nuevo como un coche por estrenar, pero eso si, eres mucho más frágil e inconsciente, y no tienes ni la más mínima idea de lo que significa el peligro. Siempre, desde pequeña, le decía a mi hija: mira hija, ve con cuidado porque todo lo que te rodea es más duro que tu propio cuerpo y sí chocas contra ello, lo más probable es que te hagas mucho daño (yo no tuve nunca un padre que me diera tan sabios consejos; me hubiera evitado serios contratiempos).

Nací un 23 de diciembre en Olot, en pleno invierno, y esto en la zona de la Garrotxa es como decir frío, mucho frío. Mis padres, de familia católica tradicional, me bautizaron en seguida, por aquello de que, si me pasaba algo, me podía ir al limbo y según la iglesia (al menos la de aquel tiempo, ahora ya no se sí lo han quitado esto del limbo, teniendo en cuenta de que la gente ya no es tan ignorante, y a veces hasta piensa) el limbo, es un lugar que no pasa absolutamente nada, es decir estás en un estado que ni sientes ni padeces y así, hasta el infinito. Un niño que se moría sin bautizar, se iba a la cuarta dimensión por los siglos de los siglos, sin maquinitas de juegos, chocolatinas y sin juguetes para entretenerse (mandan huevos al que se le ocurrió semejante tronada; una irracional barbaridad propia de un demente). Bueno, pues para que esta barbaridad no me ocurriera, mis padres me bautizaron en aquella helada iglesia de Olot (parecía el congelador del súper, cuando vas a coger una pizza) a finales de diciembre, con un frío glacial y todo absolutamente nevado, pica bautismal incluida. Como es costumbre y tradición en mi familia, me pusieron un vestidito de los de bautizo, proveniente de la familia de mi madre, pero como por parte materna venimos de Tarragona, es decir tierras cálidas, el vestido era bastante liviano (blusa de manga corta rematada con puntilla, gorrita al uso con cintas y faldita evasse). Vestido de tal guisa y con aquel frío, pesqué una pulmonía que estuvo a punto de llevarme al más allá, y con sólo meses de vida. Es decir, que con sólo un mes y medio ya había gastado una vida.

Bien, el caso es que superé la pulmonía y por suerte me curé (por lo que vais a leer a continuación, comprobaréis que siempre he sido bastante fuerte). Una vez pasado aquel mal trago y con el querubín curado, invitaron a todos los familiares para que vieran a la criatura sanada, lo guapa que estaba, y además pasárselo bien con un generoso ágape montado para la ocasión. Mis padres que por aquellos tiempos tenían dinero (no siempre fue así), compraron cava y ricas pastas de todos los gustos texturas y sabores. Todo el mundo bebía y comía, y una vez comprobado que el niño de marras estaba sano, y para que pudiese dormir, mientras ellos seguían degustando las viandas, a mi me situaron en una habitación a oscuras, a dormir en una cuna (de las que se mecen). Mi hermano mayor que me lleva tres años, y que siempre ha tenido un punto de vista muy personal en casi todas las cosas, se dijo: mira, estos tíos comiendo y bebiendo, y sin embargo al agasajado, lo ponen a dormir y el pobre sin enterarse ni probar bocado. Entonces el tío va (nunca he llegado a pensar, que su acción fuera un acto de caínismo, como hacen los pájaros que se cargan al hermano pequeño, para así tener más atenciones de sus padres pájaros) y además me imagino que con cariño, llena una bandeja de pastelitos variados y se dirige a la cuna del hermano. Y se dice, este va a participar de los dulces de su fiesta (menos mal que no cogió cava). Y va el hermano, me saca el chupete y empieza a embucharme de pasteles y pastelillos (yo, que por aquellos días, solo bebía leche materna) y, claro empecé a berrear en un acto de supervivencia, pero no venía nadie, y más y más pastelillos y entonces lloré, llorė desaforadamente hasta que apareció mi madre salvadora. Esta fue la segunda vez que me salvó de morir, esta vez ahogado por los dulces (aún ahora tengo el azúcar alto). Pero esto si, al estar legalmente bautizado, y según la iglesia, ya no hubiese ido al limbo, sino al cielo, para hacer de angelito (tenía yo un culito muy mono para ir con alas) y como veréis, van dos vidas gastadas en tan solo meses de vida.

La tercera fue en una de las avenidas principales de Olot. Con mucha suerte había llegado a la edad de dos añitos y medio y, según cuentas las crónicas familiares, aquel día mis padres estaban visitando a unos amigos que tenían una carnicería, en donde se vendían los famosos embutidos de la tierra. Mis padres charla que te charla, y yo aburrido (siempre, ya de pequeño he detestado aburrirme), salí a gatas de la carnicería (de bebé era ya muy rápido de piernas), mientras la tata o como se llame, y que era mi cuidadora, estaba haciendo la compra. Con mis rápidas piernecitas salí de la carnicería y atravesé la acera. Una vez fuera, me puse estratégicamente situado detrás de las ruedas de un enorme camión, que en aquel momento estaba descargando carne o algún buey desollado. Y yo, el nene travieso, apoyado en una de las enormes ruedas de atrás. Fueron unos segundos claves para mi existencia, ya que, en un acto reflejo o una inspiración divina, aquella mujer se dio cuenta de mi ausencia y salió a buscarme, y justo antes de que el camión diera marcha atrás, que la dio, me cogió del pescuezo y me rescató de una muerte más que segura. Y van tres.

Un verano en Torredembarra, estando de vacaciones, paso otro suceso que pudo tener fatales consecuencias. Yo, como he dicho, tenía tres años menos que mi hermano y por lo tanto lo quería imitar en todo, y además me lo endosaban a él, y claro el pobre no tenia más remedio que cuidar de su hermanito. Aquel día, él y su pandilla fueron nadando hasta un espigón que hay en la playa de Torredembarra (ahora rematado con una escultura alfa–omega de Bartolozzi) y allí, una vez alcanzado el objetivo, saltaban al agua. Intenté seguirlos, pero, entre que no hacía buena mar, y que apenas sabía nadar, a mitad de camino, me estaba ahogando, hasta que un hombre salvador, del cual no se, ni sabré nunca su nombre, (mi padre no era muy de detalles, le debió dar las gracias y santas pascuas) me salvó de morir ahogado. Recuerdo el instante como si fuera ahora, (hay situaciones que se te quedan grabadas nítidamente en la memoria) y de como en la playa, en medio de un círculo de gente (siempre hay gente pendiente de sí alguien la palma, hay algo de buitre en la condición humana) vomité agua. Y ahora, cada vez que paso por allí nadando, no dejo de preguntarme quien fue mi salvador (debía ser un hombre discreto, o quizás mi ángel de la guarda en bañador; de Superman no se sabía nada y no habían salido ni los cómics). Así pues, había gastado cuatro y me quedaban tres, y sólo debía tener seis o siete años. Un balance desalentador, teniendo en cuenta que no había siquiera superado la adolescencia.

Sigamos. (Aclarar de paso al lector, a estas alturas de la narración, que yo no era retrasado ni nada parecido, sino como ya he dicho, sumamente despistado). En la cocina de mi casa había un especie de armario cajonera blanco, muy alto, para guardar todo tipo de cosas. En uno de los cajones de la parte superior, mi madre guardaba el chocolate y la leche condensada. Yo, para acceder al preciado manjar usaba una banqueta. Pero, no se porque razón, aquel día la banqueta no estaba, así pues me las tenía que ingeniar para llegar al cajón superior por otros medios. Y pensando, pensando, (pensar mucho, nunca se me ha dado muy bien, lo mío es la espontaneidad instintiva, la que mana del subconsciente) no se me ocurrió otra cosa que abrir uno de los cajones de la parte inferior, para así subirme a el y de esta manera acceder al cajón de la parte superior. Pero con ello, desafíe el equilibrio del armario y del que lo diseñó. Así pues, el armario de marras, con todas sus viandas y todos sus cajones, se me vino encima, y yo, como pude, lo intente sujetar con las dos manos, hasta comprobar que me abandonaban las fuerzas y que, si alguien no ponía remedio, moriría aplastado. Entonces me acuerdo que primero pedí auxilio, después socorro y acto seguido auxilio y socorro todo junto. Al final, cuando estaba a punto de ser aplastado, vino mi madre (de nuevo mi madre salvadora) y sostuvo el maldito armario. Me quedaban dos vidas.

Había llegado con mucha suerte a la adolescencia y estábamos de nuevo pasando a las vacaciones de verano en un pueblo de Tarragona, pueblo que tenía un puente por donde pasaba el tren. Nuestro objetivó, él de mi amigo y el mío, eran ver unas chicas que se iban a bañar a uno de los huertos que bordeaban el río. En aquellos tiempos no había desnudos ni nada que se le pareciese. Franco no dejaba que las mujeres enseñarán pechuga en las revistas o en el cine, y los desnudos estaban totalmente prohibidos. En un pueblo y más si estás de vacaciones, tienes que buscar la forma de divertirte Con este objetivo nos dirigimos al puente de la vía, a ver las chicas desde lo alto, para poderlas contemplar como se bañaban más o menos vestidas en la balsa de su huerto. Yo le decía a mi amigo: oye, tu estas seguro que desde el puente se puede ver el huerto y las chicas; la respuesta fue que si, que desde el puente y con los prismáticos de su padre, las veríamos. Pues calculamos mal, porque en el momento que estábamos en la mitad del puente vino el tren, un tren carguero que no de pasajeros, y en aquel puente no había espacio suficiente para voyeurs y para la enorme locomotora negra, que se dirigía hacia nosotros sacando humo y escupiendo aceite como un monstruo. Además, el maquinista, cabreado, hizo sonar un silbato estremecedor. No nos quedó más remedio que subir al borde de la barandilla de piedra, de unos dos palmos de ancho y a unos cuarenta metros de un río, que por sí fuera poco, estaba casi seco. Nos fue por los pelos, y desde aquel día me entró un tremendo vértigo, que aún hoy me dura, ya que no puedo asomarme ni por el rellano de las escaleras de un primer piso. Me quedaba sólo una.

Un día por la tarde, después de comer en casa iba al colegio. Iba corriendo con las prisas para poder llegar a la hora y sino los curas te castigaban. Subía por la calle de san Gervasio, y a mitad de la calle se me ocurrió atravesar, justo cuando por aquel momento pasaba un Fiat con un padre que marchaba a toda prisa y que llevaba a su hijo al colegio porque también llegaba tarde. Pues el hombre me atropelló, no mortalmente porque sino
ahora no estaría escribiendo, pero me atropelló (chirrido de frenos y mi cuerpo tendido delante del coche, dramático). Cuando horas después de pasar por el dispensario, el conductor y su hijo me llevaron a casa; en vez de desencadenarse un drama con el conductor, mi padre le dijo, esto lo recuerdo como si fuera ahora: no se preocupe y gracias por traerme a mi hijo (yo llevaba la cabeza con una aparatosa venda) y además añadió: es que mi hijo es muy despistado sabe usted (el tío debió pensar que menuda protección paternal. Además mi padre tuvo que pagar las costas del juicio porque no se presentó). Así pues, me quedaban dos vidas y tenía que ir con mucho cuidado, porque aquello de las siete vidas se estaba acabando, y ya no podía hacer más el burro.

Pues mi vida siguió, más o menos con el mismo ritmo accidental. Un día en que también estábamos en periodo de vacaciones (ya dicen que los excesos de ocio no son nada buenos) y yo como podéis comprender iba al tanto porque ya me quedaban poco para este mundo (estaba a cero de vidas). Bueno pues, haciendo el mono (venimos de ellos y siempre me ha encantado imitarles o dibujarlos), me subí a un árbol, un lladoné (no se cómo se llama este árbol en castellano) y os diré porqué. Teníamos unos canutos hechos con caña, y la munición eran los huesos de esta fruta, no la fruta, que no valía nada. Subido a lo alto de sus ramas como un primate, no se que me pasó, (otra distracción, sin duda) pero el caso, es que me caí del árbol con tan mala fortuna, que fui a parar al suelo de cabeza. Me quedé inconsciente al pie del árbol, hasta que acudió una chica de un molino cercano (la molinera) y me reanimó dándome agua. Al verla tan guapa, a la molinera, pensé que ya estaba en el paraíso. Pero no, estaba vivo. Días más tarde, cuando se me pasaron los dolores de cabeza, fui a darle las gracias a la chica del molino, pero me dijeron que allí no vivía ninguna chica parecida a mi descripción (se que estoy abusando de los ángeles, pero sino ya me diréis quien era, o que hacia aquella chica cerca de aquel árbol). Como ya no me quedaba ni una vida de las siete vidas que se les conceden a los gatos, vidas que yo también me había otorgado (sin ser un felino), me dije adelante que no te pasará nada.

Mi madre nos llevaba a misa a la iglesia de La Bonanova, a mis hermanos y a mi. La misma iglesia donde más tarde me casé, lo cual significa, que este nuevo episodio tampoco fue mi final. Ibamos a cruzar y había un Citroen Stromberg (como los de la resistencia francesa cuando los nazis ocuparon París). Yo hice amago de pasar, el Citroen también, pero al verme que yo iba a cruzar, se paró. Yo me paré, dando un paso para delante y uno para atrás (en aquel tiempo no se sabía nada de Chiquito de la Calzada) y el coche hizo lo mismo, (íbamos sincronizados) entonces yo arranqué y el Stromberg también y zas, me cogió por uno de sus grandes guardabarros como si fuera un toro. ¡Pata plan!, y yo revolcado y al suelo (sólo me faltaba el descabello). Ya no me quedaba ni una vida. Pero al seguir vivo, yo continúe.

Había llegado a la edad de once años y estaba con mi peligroso hermano mayor en la ducha. Como podéis comprobar era la tercera vez que en un episodio grave entra en escena mi hermano mayor (sospechoso, no). Bien, yo llevaba una botella de champú con envase de cristal (antes se hacían así) para lavarme la cabeza. Estábamos los dos para ducharnos y el tío me empuja (no recuerdo el motivo, ni si lo había), antes cae la botella, se rompe, y luego me caigo yo encima y me clavo uno de los cristales rotos, el más grande, en el culo. Mis padres me llevan a un médico amigo, el tío me cose el trasero, después de haberme quitado el cristal claro. Y nos dice tranquilidad. Yo me quedo tranquilo unos días pero aburrido (recordar que no soporto aburrirme). Un día cojo mi bicicleta y me voy de excursión con un amigo. Pasamos por Muntaner y luego la Vía Augusta y allí, un camión viejo y sin apenas frenos me pilla por detrás y me hace añicos la bicicleta, y a mi me manda por el suelo hecho un desastre (yo, visto la anterior respuesta de mi padre en el primer atropello, ni se me ocurre denunciar al camionero y además, y con razón, el hombre debía estar harto de mi)). Se me saltan todos los puntos y me empieza a sangrar la herida del culo (no por el...), yo me sujetó los puntos con un esparadrapo, para no decir nada a mis padres. Recordemos que ya no me quedaba ni una vida, pero una vez has llegado al límite, y ves que no te pasa nada, te vuelves más osado, y hasta te dices: coño, yo tengo un poder.

Con mucha, mucha suerte, había superado los treinta años e incluso me había casado y habíamos tenido una preciosa hija (cuando tienes hijos te vuelves más prudente, pero no fue mi caso). Un día haciendo pesca submarina, a unos seis metros de profundidad, y mirando en el interior de una cueva, divise en su oscuridad, unos ojos que me estaban observando desde su interior, fijos y sin pestañear. Como no creo en sirenas, me dije esto es una pieza grande. Pensé que debía ser algo enorme, porque unos ojos tan separados no podían ser de cualquier cosa. Me agarré a la roca, apunte en el centro de aquellos ojos y disparé el arpón de mi fusil. Al retirar el arpón vi que había hecho blanco, puesto que la resistencia era enorme. Me anclé con los dos pies de pato al borde de la roca y tiré con todas mis fuerzas, pero lo que había clavado también tiraba con todas sus fuerzas, pero hacia dentro de la cueva. Subí para arriba, porque me estaba faltando el aire y, teniendo en cuenta de que iba lastrado, con un cinturón de ocho kilos de plomos para hacer fácil la bajada, por otra parte también era mucho más difícil hacer la subida. Repetí la acción de tirar hacia afuera y lo clavado se resistía, tenía una fuerza enorme. Hasta que quedé tan extenuado, que llegó un instante en que mi cuerpo tiraba vacía abajo, cuando yo lo que quería era subir hacia arriba. Pensé que esta vez si que era mi final. Pero un último atisbo de supervivencia y el corazón que aguantó, me hizo soltar el lastre de los plomos y el fusil, con los cual quedé flotando en la superficie con el traje de neopreno y totalmente extenuado. Al cabo de un largo rato, debió pasar media hora, mi exhausto cuerpo se fue recuperando del cansancio. Aunque iba con la reserva, me puse en la vertical de la cueva, baje y estiré el arpón, y ante mi apareció, ya inane, clavado y traspasado, uno de los pulpos más grandes que he visto. Yo mido 190 centímetros, pues con el pulpo agarrado por la cabeza y a la altura de la mía, sus patas tocaban al suelo. Al pulpo lo perdieron sus ojazos, pero yo estuve en un tris de irme al fondo del mar con las algas.

A estas alturas ya se que no puedo tentar más a la suerte. Según lo escrito, he gastado incluso más vidas que los gatos. Ahora, al margen de las enfermedades, que inevitablemente, aparecen a partir de una cierta edad (intentar vivir intensamente antes de los sesenta, a partir de ahí empieza, inevitablemente, el deterioro), estoy relajado y tranquilo al lado de Montse, pintando y escribiendo. Porque, entré que uno ya no es joven, y sabiendo que se han extinguido las vidas que, más o menos, se te conceden, y que las mías están a cero (como los puntos del carnet de conducir), tengo que ir con pies de plomo, porque a la próxima, lo más seguro es que me vaya a la cuarta dimensión (a menos de que, como he dicho, yo tenga un poder).