El hotel
camino a Ourense.
Aquel
hotel estaba plantado pasado un puente y muy cerca de Orense, y yo estaba
cansado de conducir, y era casi de noche y le dije a Montse, mira este hotel
parece bastante nuevo, y para pasar una noche creo que no estará mal. Cenáremos, nos quedaremos a dormir
y, al día siguiente, descansados
seguiremos haciendo camino.
Cuando
aparcamos el coche ya vi que aquel era un hotel más que singular. En el parking
del hotel había un hombre con una gorra
roja, camiseta y pantalones con tirantes que, con un barreño y un mocho pelado, estaba fregando los aparcamientos; yo
pensé, que raro fregando un
aparcamiento exterior y a estas horas (era casi de noche). Pero observando
bien, ya se veía, por los movimientos
pendulantes que hacia, que el fregador no tenía todas las luces, y cuando
iba a aparcar, el tío me decía: no no aparque aquí, que lo voy a fregar y cuando
después de hacer la maniobra iba a
aparcar en otro sitio libre, venía el tío con el cubo y el mocho pelado y me decía que no, que no aparque allí porque este tampoco estaba
limpio y que lo iba a fregar. Y yo pensé, que aquello había empezado mal, pero al final vino el propietario del hotel
y después de reprender al hombre, sacarle
la gorra, darle un gorrazo y volvérsela a poner, me dijo que
aparcara donde quisiera.
Una vez
aposentados, le dijimos al hombre que nos apetecía cenar. Uno cuando está en Galicia enseguida piensa en los pimientos del padrón o en el pulpo a la gallega, o mariscos propios de la
zona. Pero el tío nos dijo que no tenía nada de todo esto, y que lo que tenía era queso y pan y embutidos. Bueno dices, mira un poco de
queso de la región y teta gallega con un tinto
de por aquí no estará mal. Pues no, el tío no tenía más que un queso de bajá calidad envasado al vacío, pan Bimbo, y el vino era
una especie de don Simón en tetra brick. Cenamos de
puta pena. De camino hacia la habitación, y al pasar por los
pasillos, Montse me hizo notar un fuerte olor a spray para moscas y mosquitos.
Yo le dije que era el olor propio de la desinfección, y pensé que el tío de la gorra roja, el que estaba fregando el parking, se
había hecho antes, todas las
habitaciones del hotel.
Llegamos
a la habitación y al colocar las maletas,
vimos en la parte inferior del armario toda una colección de sprays de todos los tamaños y marcas, colocados en
batería, y todos ellos con el propósito para eliminar mosquitos y moscas (parecía como si un viajante de este tipo de productos, se hubiese
olvidado allí todo el muestrario). Otro
argumento podría ser, que los del hotel
fueran sumamente previsores y que si entraba una mosca o mosquito en la
habitación, podías escoger entre aquellas armas mortíferas y eliminarlos. De todas formas no dejaba de ser un
poco raro todo aquel extenso muestrario de sprays. En los armarios normalmente
te encuentras perchas y no aquello. No tardaríamos mucho rato en saber para
que servían dichos sprays. Ante la
ausencia de aire acondicionado y como que hacia calor, abrimos las ventanas
para que entrara airé puro del exterior. Pues bien,
aquel hotel debía estar al borde de un pantano
o algo parecido, porque lo que entraron a mansalva fueron mosquitos, y entonces
comprendimos el porque de aquel enorme stock de sprays antimosquitos. Pero a
nadie que piense un poco, se le ocurriría rociar de spray una habitación, si luego vas a dormir en ella, a menos que no vayas
provisto de máscaras antigás. Así pues, matamos a todo los que
habían osado entrar, a golpe de
periódico, dejando muestras de
sangre en las paredes y rastros de mosquitos convenientemente aplastados, para
que no nos pudiesen picar durante el sueño. Después de la batalla estábamos aún más cansados y después de aquella opípara cena, decidimos que lo más adecuado sería descansar, y mañana ya amanecería otro día. La cuestión es que apagamos la luz y
decidimos dormir.
En la
oscuridad de la habitación oíamos unos ciertos zumbidos, como de elementos que iban de
aquí para allí, pero pensamos que no podían ser de los mosquitos, pues,
presumiblemente los habíamos eliminado a todos, craso
error, porque aquellos sigilosos desplazamientos y zumbidos en la oscuridad no
cesaban. Al cabo de un rato de estar la luz apagada decidimos encenderla. Increíble espectáculo, en el cabezal de la cama
y justo encima nuestro, estaban formados y prestos a atacarnos así que nos hubiésemos dormido, como treinta
mosquitos (sin exagerar) adheridos a la pared y a punto para la sangría. La sangría la hicimos nosotros, puesto
que provistos de los plásticos informativos del hotel,
decidimos acabar con ellos. Y parecía que estuviésemos tan zumbados, al menos como el fregador del parking,
pues subidos por las camas y por las sillas eliminamos a todos aquella formación de mosquitos gallegos. Las paredes quedaron salpicadas de
mosquitos aplastados y de la sangre de antiguos residentes. Sumados a los de
antes, las paredes formaban un mosaico de salpicaduras parecido al frontis de
un coche blanco, cuando se han hecho cinco mil kilómetros de carretera.
Al día siguiente había cola en la recepción del hotel. Se trataba, sin duda, de una huida masiva de
clientes. Todos ellos con picaduras evidentes en el cuerpo, y con caras de
pocos amigos, abandonaban el hotel, no sin antes decirle cuatro cosas al dueño. En el parking, el tío de pocas luces, estaba de
nuevo fregando los aparcamientos, mientras que con una ancha sonrisa, y con la
mano libre del mocho, se iba despidiendo de los clientes del hotel, sacándose la gorra roja. Era el único que se lo pasaba bomba.
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