sábado, 7 de diciembre de 2013

CUENTO DE NAVIDAD. Más vidas que un gato.


Cuentan de que las personas, sobre todo las que tienen más suerte, pueden llegar a tener incluso, más vidas que un gato. Y el dicho popular dice, que los gatos tienen siete vidas. Con el paso del tiempo, y con los peligrosos episodios vividos a lo largo de mi existencia, había perdido la cuenta de las vidas que me quedaban, pero, haciendo un esfuerzo de memoria y un recuento de ellas, veo, tal como pensaba, que mi saldo esta en negativo. ¿Porqué, alguno de vosotros se ha puesto a hacer números, de las vidas que le pueden quedar?.

A lo largo de la vida, seas más o menos mayor, seguro te han pasado cosas, con las que te has dicho: ahí, con un poco de mala suerte, la podía haber palmado. No creo que sea yo el único, al margen de lo sumamente despistado que voy por la vida, y hasta quizás un poco estúpido, al que le han pasado hechos que me podían haber enviado al más allá; en bastantes ocasiones y antes de hora.

Toda esta serie de contratiempos, por llamarlos de alguna manera, me hacen suponer que ya no me quedan nuevas vidas para gastar (siempre según la referencia gatuna), y que vivo de lo que se podría llamar "la propina". Entre otras razones, porque ya las he gastado todas, y quizás hasta alguna más. La suerte, es evidente, influye en todo, y en el caso de vivir o morir aún mucho más. Pero no nos pongamos trascendentes y vayamos al cuento o al recuento.

A la temprana edad de un año ya había gastado dos. Una edad en la que, uno no tiene porque gastarlas, ya que si todo va bien, estas lleno de salud y tu organismo esta nuevo como un coche por estrenar, pero eso si, eres mucho más frágil e inconsciente, y no tienes ni la más mínima idea de lo que significa el peligro. Siempre, desde pequeña, le decía a mi hija: mira hija, ve con cuidado porque todo lo que te rodea es más duro que tu propio cuerpo y sí chocas contra ello, lo más probable es que te hagas mucho daño (yo no tuve nunca un padre que me diera tan sabios consejos; me hubiera evitado serios contratiempos).

Nací un 23 de diciembre en Olot, en pleno invierno, y esto en la zona de la Garrotxa es como decir frío, mucho frío. Mis padres, de familia católica tradicional, me bautizaron en seguida, por aquello de que, si me pasaba algo, me podía ir al limbo y según la iglesia (al menos la de aquel tiempo, ahora ya no se sí lo han quitado esto del limbo, teniendo en cuenta de que la gente ya no es tan ignorante, y a veces hasta piensa) el limbo, es un lugar que no pasa absolutamente nada, es decir estás en un estado que ni sientes ni padeces y así, hasta el infinito. Un niño que se moría sin bautizar, se iba a la cuarta dimensión por los siglos de los siglos, sin maquinitas de juegos, chocolatinas y sin juguetes para entretenerse (mandan huevos al que se le ocurrió semejante tronada; una irracional barbaridad propia de un demente). Bueno, pues para que esta barbaridad no me ocurriera, mis padres me bautizaron en aquella helada iglesia de Olot (parecía el congelador del súper, cuando vas a coger una pizza) a finales de diciembre, con un frío glacial y todo absolutamente nevado, pica bautismal incluida. Como es costumbre y tradición en mi familia, me pusieron un vestidito de los de bautizo, proveniente de la familia de mi madre, pero como por parte materna venimos de Tarragona, es decir tierras cálidas, el vestido era bastante liviano (blusa de manga corta rematada con puntilla, gorrita al uso con cintas y faldita evasse). Vestido de tal guisa y con aquel frío, pesqué una pulmonía que estuvo a punto de llevarme al más allá, y con sólo meses de vida. Es decir, que con sólo un mes y medio ya había gastado una vida.

Bien, el caso es que superé la pulmonía y por suerte me curé (por lo que vais a leer a continuación, comprobaréis que siempre he sido bastante fuerte). Una vez pasado aquel mal trago y con el querubín curado, invitaron a todos los familiares para que vieran a la criatura sanada, lo guapa que estaba, y además pasárselo bien con un generoso ágape montado para la ocasión. Mis padres que por aquellos tiempos tenían dinero (no siempre fue así), compraron cava y ricas pastas de todos los gustos texturas y sabores. Todo el mundo bebía y comía, y una vez comprobado que el niño de marras estaba sano, y para que pudiese dormir, mientras ellos seguían degustando las viandas, a mi me situaron en una habitación a oscuras, a dormir en una cuna (de las que se mecen). Mi hermano mayor que me lleva tres años, y que siempre ha tenido un punto de vista muy personal en casi todas las cosas, se dijo: mira, estos tíos comiendo y bebiendo, y sin embargo al agasajado, lo ponen a dormir y el pobre sin enterarse ni probar bocado. Entonces el tío va (nunca he llegado a pensar, que su acción fuera un acto de caínismo, como hacen los pájaros que se cargan al hermano pequeño, para así tener más atenciones de sus padres pájaros) y además me imagino que con cariño, llena una bandeja de pastelitos variados y se dirige a la cuna del hermano. Y se dice, este va a participar de los dulces de su fiesta (menos mal que no cogió cava). Y va el hermano, me saca el chupete y empieza a embucharme de pasteles y pastelillos (yo, que por aquellos días, solo bebía leche materna) y, claro empecé a berrear en un acto de supervivencia, pero no venía nadie, y más y más pastelillos y entonces lloré, llorė desaforadamente hasta que apareció mi madre salvadora. Esta fue la segunda vez que me salvó de morir, esta vez ahogado por los dulces (aún ahora tengo el azúcar alto). Pero esto si, al estar legalmente bautizado, y según la iglesia, ya no hubiese ido al limbo, sino al cielo, para hacer de angelito (tenía yo un culito muy mono para ir con alas) y como veréis, van dos vidas gastadas en tan solo meses de vida.

La tercera fue en una de las avenidas principales de Olot. Con mucha suerte había llegado a la edad de dos añitos y medio y, según cuentas las crónicas familiares, aquel día mis padres estaban visitando a unos amigos que tenían una carnicería, en donde se vendían los famosos embutidos de la tierra. Mis padres charla que te charla, y yo aburrido (siempre, ya de pequeño he detestado aburrirme), salí a gatas de la carnicería (de bebé era ya muy rápido de piernas), mientras la tata o como se llame, y que era mi cuidadora, estaba haciendo la compra. Con mis rápidas piernecitas salí de la carnicería y atravesé la acera. Una vez fuera, me puse estratégicamente situado detrás de las ruedas de un enorme camión, que en aquel momento estaba descargando carne o algún buey desollado. Y yo, el nene travieso, apoyado en una de las enormes ruedas de atrás. Fueron unos segundos claves para mi existencia, ya que, en un acto reflejo o una inspiración divina, aquella mujer se dio cuenta de mi ausencia y salió a buscarme, y justo antes de que el camión diera marcha atrás, que la dio, me cogió del pescuezo y me rescató de una muerte más que segura. Y van tres.

Un verano en Torredembarra, estando de vacaciones, paso otro suceso que pudo tener fatales consecuencias. Yo, como he dicho, tenía tres años menos que mi hermano y por lo tanto lo quería imitar en todo, y además me lo endosaban a él, y claro el pobre no tenia más remedio que cuidar de su hermanito. Aquel día, él y su pandilla fueron nadando hasta un espigón que hay en la playa de Torredembarra (ahora rematado con una escultura alfa–omega de Bartolozzi) y allí, una vez alcanzado el objetivo, saltaban al agua. Intenté seguirlos, pero, entre que no hacía buena mar, y que apenas sabía nadar, a mitad de camino, me estaba ahogando, hasta que un hombre salvador, del cual no se, ni sabré nunca su nombre, (mi padre no era muy de detalles, le debió dar las gracias y santas pascuas) me salvó de morir ahogado. Recuerdo el instante como si fuera ahora, (hay situaciones que se te quedan grabadas nítidamente en la memoria) y de como en la playa, en medio de un círculo de gente (siempre hay gente pendiente de sí alguien la palma, hay algo de buitre en la condición humana) vomité agua. Y ahora, cada vez que paso por allí nadando, no dejo de preguntarme quien fue mi salvador (debía ser un hombre discreto, o quizás mi ángel de la guarda en bañador; de Superman no se sabía nada y no habían salido ni los cómics). Así pues, había gastado cuatro y me quedaban tres, y sólo debía tener seis o siete años. Un balance desalentador, teniendo en cuenta que no había siquiera superado la adolescencia.

Sigamos. (Aclarar de paso al lector, a estas alturas de la narración, que yo no era retrasado ni nada parecido, sino como ya he dicho, sumamente despistado). En la cocina de mi casa había un especie de armario cajonera blanco, muy alto, para guardar todo tipo de cosas. En uno de los cajones de la parte superior, mi madre guardaba el chocolate y la leche condensada. Yo, para acceder al preciado manjar usaba una banqueta. Pero, no se porque razón, aquel día la banqueta no estaba, así pues me las tenía que ingeniar para llegar al cajón superior por otros medios. Y pensando, pensando, (pensar mucho, nunca se me ha dado muy bien, lo mío es la espontaneidad instintiva, la que mana del subconsciente) no se me ocurrió otra cosa que abrir uno de los cajones de la parte inferior, para así subirme a el y de esta manera acceder al cajón de la parte superior. Pero con ello, desafíe el equilibrio del armario y del que lo diseñó. Así pues, el armario de marras, con todas sus viandas y todos sus cajones, se me vino encima, y yo, como pude, lo intente sujetar con las dos manos, hasta comprobar que me abandonaban las fuerzas y que, si alguien no ponía remedio, moriría aplastado. Entonces me acuerdo que primero pedí auxilio, después socorro y acto seguido auxilio y socorro todo junto. Al final, cuando estaba a punto de ser aplastado, vino mi madre (de nuevo mi madre salvadora) y sostuvo el maldito armario. Me quedaban dos vidas.

Había llegado con mucha suerte a la adolescencia y estábamos de nuevo pasando a las vacaciones de verano en un pueblo de Tarragona, pueblo que tenía un puente por donde pasaba el tren. Nuestro objetivó, él de mi amigo y el mío, eran ver unas chicas que se iban a bañar a uno de los huertos que bordeaban el río. En aquellos tiempos no había desnudos ni nada que se le pareciese. Franco no dejaba que las mujeres enseñarán pechuga en las revistas o en el cine, y los desnudos estaban totalmente prohibidos. En un pueblo y más si estás de vacaciones, tienes que buscar la forma de divertirte Con este objetivo nos dirigimos al puente de la vía, a ver las chicas desde lo alto, para poderlas contemplar como se bañaban más o menos vestidas en la balsa de su huerto. Yo le decía a mi amigo: oye, tu estas seguro que desde el puente se puede ver el huerto y las chicas; la respuesta fue que si, que desde el puente y con los prismáticos de su padre, las veríamos. Pues calculamos mal, porque en el momento que estábamos en la mitad del puente vino el tren, un tren carguero que no de pasajeros, y en aquel puente no había espacio suficiente para voyeurs y para la enorme locomotora negra, que se dirigía hacia nosotros sacando humo y escupiendo aceite como un monstruo. Además, el maquinista, cabreado, hizo sonar un silbato estremecedor. No nos quedó más remedio que subir al borde de la barandilla de piedra, de unos dos palmos de ancho y a unos cuarenta metros de un río, que por sí fuera poco, estaba casi seco. Nos fue por los pelos, y desde aquel día me entró un tremendo vértigo, que aún hoy me dura, ya que no puedo asomarme ni por el rellano de las escaleras de un primer piso. Me quedaba sólo una.

Un día por la tarde, después de comer en casa iba al colegio. Iba corriendo con las prisas para poder llegar a la hora y sino los curas te castigaban. Subía por la calle de san Gervasio, y a mitad de la calle se me ocurrió atravesar, justo cuando por aquel momento pasaba un Fiat con un padre que marchaba a toda prisa y que llevaba a su hijo al colegio porque también llegaba tarde. Pues el hombre me atropelló, no mortalmente porque sino
ahora no estaría escribiendo, pero me atropelló (chirrido de frenos y mi cuerpo tendido delante del coche, dramático). Cuando horas después de pasar por el dispensario, el conductor y su hijo me llevaron a casa; en vez de desencadenarse un drama con el conductor, mi padre le dijo, esto lo recuerdo como si fuera ahora: no se preocupe y gracias por traerme a mi hijo (yo llevaba la cabeza con una aparatosa venda) y además añadió: es que mi hijo es muy despistado sabe usted (el tío debió pensar que menuda protección paternal. Además mi padre tuvo que pagar las costas del juicio porque no se presentó). Así pues, me quedaban dos vidas y tenía que ir con mucho cuidado, porque aquello de las siete vidas se estaba acabando, y ya no podía hacer más el burro.

Pues mi vida siguió, más o menos con el mismo ritmo accidental. Un día en que también estábamos en periodo de vacaciones (ya dicen que los excesos de ocio no son nada buenos) y yo como podéis comprender iba al tanto porque ya me quedaban poco para este mundo (estaba a cero de vidas). Bueno pues, haciendo el mono (venimos de ellos y siempre me ha encantado imitarles o dibujarlos), me subí a un árbol, un lladoné (no se cómo se llama este árbol en castellano) y os diré porqué. Teníamos unos canutos hechos con caña, y la munición eran los huesos de esta fruta, no la fruta, que no valía nada. Subido a lo alto de sus ramas como un primate, no se que me pasó, (otra distracción, sin duda) pero el caso, es que me caí del árbol con tan mala fortuna, que fui a parar al suelo de cabeza. Me quedé inconsciente al pie del árbol, hasta que acudió una chica de un molino cercano (la molinera) y me reanimó dándome agua. Al verla tan guapa, a la molinera, pensé que ya estaba en el paraíso. Pero no, estaba vivo. Días más tarde, cuando se me pasaron los dolores de cabeza, fui a darle las gracias a la chica del molino, pero me dijeron que allí no vivía ninguna chica parecida a mi descripción (se que estoy abusando de los ángeles, pero sino ya me diréis quien era, o que hacia aquella chica cerca de aquel árbol). Como ya no me quedaba ni una vida de las siete vidas que se les conceden a los gatos, vidas que yo también me había otorgado (sin ser un felino), me dije adelante que no te pasará nada.

Mi madre nos llevaba a misa a la iglesia de La Bonanova, a mis hermanos y a mi. La misma iglesia donde más tarde me casé, lo cual significa, que este nuevo episodio tampoco fue mi final. Ibamos a cruzar y había un Citroen Stromberg (como los de la resistencia francesa cuando los nazis ocuparon París). Yo hice amago de pasar, el Citroen también, pero al verme que yo iba a cruzar, se paró. Yo me paré, dando un paso para delante y uno para atrás (en aquel tiempo no se sabía nada de Chiquito de la Calzada) y el coche hizo lo mismo, (íbamos sincronizados) entonces yo arranqué y el Stromberg también y zas, me cogió por uno de sus grandes guardabarros como si fuera un toro. ¡Pata plan!, y yo revolcado y al suelo (sólo me faltaba el descabello). Ya no me quedaba ni una vida. Pero al seguir vivo, yo continúe.

Había llegado a la edad de once años y estaba con mi peligroso hermano mayor en la ducha. Como podéis comprobar era la tercera vez que en un episodio grave entra en escena mi hermano mayor (sospechoso, no). Bien, yo llevaba una botella de champú con envase de cristal (antes se hacían así) para lavarme la cabeza. Estábamos los dos para ducharnos y el tío me empuja (no recuerdo el motivo, ni si lo había), antes cae la botella, se rompe, y luego me caigo yo encima y me clavo uno de los cristales rotos, el más grande, en el culo. Mis padres me llevan a un médico amigo, el tío me cose el trasero, después de haberme quitado el cristal claro. Y nos dice tranquilidad. Yo me quedo tranquilo unos días pero aburrido (recordar que no soporto aburrirme). Un día cojo mi bicicleta y me voy de excursión con un amigo. Pasamos por Muntaner y luego la Vía Augusta y allí, un camión viejo y sin apenas frenos me pilla por detrás y me hace añicos la bicicleta, y a mi me manda por el suelo hecho un desastre (yo, visto la anterior respuesta de mi padre en el primer atropello, ni se me ocurre denunciar al camionero y además, y con razón, el hombre debía estar harto de mi)). Se me saltan todos los puntos y me empieza a sangrar la herida del culo (no por el...), yo me sujetó los puntos con un esparadrapo, para no decir nada a mis padres. Recordemos que ya no me quedaba ni una vida, pero una vez has llegado al límite, y ves que no te pasa nada, te vuelves más osado, y hasta te dices: coño, yo tengo un poder.

Con mucha, mucha suerte, había superado los treinta años e incluso me había casado y habíamos tenido una preciosa hija (cuando tienes hijos te vuelves más prudente, pero no fue mi caso). Un día haciendo pesca submarina, a unos seis metros de profundidad, y mirando en el interior de una cueva, divise en su oscuridad, unos ojos que me estaban observando desde su interior, fijos y sin pestañear. Como no creo en sirenas, me dije esto es una pieza grande. Pensé que debía ser algo enorme, porque unos ojos tan separados no podían ser de cualquier cosa. Me agarré a la roca, apunte en el centro de aquellos ojos y disparé el arpón de mi fusil. Al retirar el arpón vi que había hecho blanco, puesto que la resistencia era enorme. Me anclé con los dos pies de pato al borde de la roca y tiré con todas mis fuerzas, pero lo que había clavado también tiraba con todas sus fuerzas, pero hacia dentro de la cueva. Subí para arriba, porque me estaba faltando el aire y, teniendo en cuenta de que iba lastrado, con un cinturón de ocho kilos de plomos para hacer fácil la bajada, por otra parte también era mucho más difícil hacer la subida. Repetí la acción de tirar hacia afuera y lo clavado se resistía, tenía una fuerza enorme. Hasta que quedé tan extenuado, que llegó un instante en que mi cuerpo tiraba vacía abajo, cuando yo lo que quería era subir hacia arriba. Pensé que esta vez si que era mi final. Pero un último atisbo de supervivencia y el corazón que aguantó, me hizo soltar el lastre de los plomos y el fusil, con los cual quedé flotando en la superficie con el traje de neopreno y totalmente extenuado. Al cabo de un largo rato, debió pasar media hora, mi exhausto cuerpo se fue recuperando del cansancio. Aunque iba con la reserva, me puse en la vertical de la cueva, baje y estiré el arpón, y ante mi apareció, ya inane, clavado y traspasado, uno de los pulpos más grandes que he visto. Yo mido 190 centímetros, pues con el pulpo agarrado por la cabeza y a la altura de la mía, sus patas tocaban al suelo. Al pulpo lo perdieron sus ojazos, pero yo estuve en un tris de irme al fondo del mar con las algas.

A estas alturas ya se que no puedo tentar más a la suerte. Según lo escrito, he gastado incluso más vidas que los gatos. Ahora, al margen de las enfermedades, que inevitablemente, aparecen a partir de una cierta edad (intentar vivir intensamente antes de los sesenta, a partir de ahí empieza, inevitablemente, el deterioro), estoy relajado y tranquilo al lado de Montse, pintando y escribiendo. Porque, entré que uno ya no es joven, y sabiendo que se han extinguido las vidas que, más o menos, se te conceden, y que las mías están a cero (como los puntos del carnet de conducir), tengo que ir con pies de plomo, porque a la próxima, lo más seguro es que me vaya a la cuarta dimensión (a menos de que, como he dicho, yo tenga un poder). 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

IMAGENES PERMANENTES

Hay una serie de lugares que por una razón u otra te han tocado vivir mas de cerca. A lo largo de tu vida, no ya solo como pintor, sino a veces trabajando en sitios, que por los que has pasado repetidas veces. He aquí tres pinturas de Barcelona, que han estado permanentemente ligados a mi trabajo y a mi visión de pintor.
Ahora que estoy en la Pobla (no me gusta la palabra retirado), las he pintado recordando tiempos pasados y con una cierta nostalgia. Pero he disfrutado mucho al hacerlos. Señal de que me traen buenos recuerdos.
A mis buenos amigos de cuando trabajábamos en el World Trade Center. De cuando, más tarde,


nos trasladamos a Roger de Flor y pasábamos cada día por delante de La Pedrera, y de mis continuas escapadas al Parque Güell a admirar la obra del Maestro Gaudi.

martes, 15 de octubre de 2013

CUENTO DE OTOÑO Hoteles poco recomendables 3


El hotel de Haro.

No podíamos escoger, era tarde y se hacía de noche. En el mes de agosto por lo visto, aquella agente estaba en fiestas o era la fiesta mayor o vaya usted a saber que, (en España siempre hay fiestas en este mes, y también en otros y cuando no se matan toros se lanzan cohetes, y cuando no se lanzan cohetes se matan toros, y todo, siempre en medio de un inmenso griterío) la cuestión es que no había más remedio que quedarse en aquel hotel, era el único que tenía habitaciones. Más tarde, averiguamos porque era el único en disponer de habitaciones en días de fiesta. De entrada el recepcionista me dio muy mala impresión, era un tío vestido de negro y tenía una cara enjuta y muy rara, con unos ojos diminutos que miraban de reojo, parecía uno de aquellos personajes salidos de las películas de los Nosferatus.

Pero bueno, por otra parte, estábamos en Haro, tierra de buenos vinos y buenos manjares, con lo cual dijimos, vamos a relajarnos, tomar una buena cena, y por poco bien que esté la habitación nos vamos a dormir y mañana ya será otro día. Cuando uno esta cansado de conducir lo que más desea es una buena cama para dormir. Veníamos de Fisterra, en la costa de la morte, a muchos kilómetros, y teníamos ganas de descansar.

De camino al restaurante del hotel, vimos al tío con cara de pocos amigos que se retiraba y en lugar de desearnos buenas noches, esbozo una media sonrisa como queriendo decir la que os espera.

La cena estuvo realmente bien y el vino tinto de las bodegas de Haro excelente, una botella de Muga compartida, nos dejó el cuerpo como para dormir plácidamente toda la noche. De camino hacia la habitación, notábamos como a nuestro paso las maderas crujían, pero bueno, esto pasa en muchos hoteles de cierta solera o por decirlo de otra manera: viejos. En la habitación las maderas crujían aún más, y es aquello que piensas que sí bailas un zapateao te vas al piso de abajo, pero tanto a mi mujer como a mi, nunca nos a dado ni siquiera por bailar sevillanas, y pensamos que aquella especie de parque flotante y crujiente aguantaría, como mínimo una noche más. Pero lo más fuerte estaba todavía por llegar.

Cuando levante la tapa del water para orinar antes de irme a dormir, trepaban dos cucarachas fornidas por las paredes del water y además con toda seguridad, es como si estuvieran entrenadas para escalar cerámicas. Si vas a orinar, y te encuentras en una situación semejante (por suerte nada común) y eres tío, siempre las tienes controladas, a las cucarachas me refiero, incluso te puedes mear en ellas. Lo malo, es que, si por una razón evidente, te tienes que sentar. Tire de la cadena y ante la masiva afluencia de agua las cucarachas se fueron por donde habían venido. Que asco pensé, veté tu a saber cuantas más hay y cuantas de ellas estarán ansiosas por trepar. Yo no se lo dije a Montse porque pensé que no podría dormir en toda la noche, si le mencionaba lo de las cucarachas. Me dije, que igual ella no las ha visto y no hace falta asustarla. Me tome un Paracetamol 600, que me ayuda a dormir, pero, que no se porque razón también me provoca sueños. Y soñé, soñé que, bajo las crujientes maderas, había un submundo de fornidas cucarachas trepadoras, y que el jefe de todas ellas era el recepcionista de la cara enjuta, el que había visto en la recepción, y que no era otro que Nicolás Sansa, el escarabajo de la metamorfosis de Kafka, que se había montado un hotel en Haro.

Al día siguiente, ya de camino hacia Barcelona Montse me confesó que también vio cucarachas trepadoras en el water, y que tampoco me dijo nada, para que yo también pudiese dormir. Nadie de los dos pego ojo en toda la noche.

Ahora cuando pasamos por Haro, gustamos de la comida y bebida, porque son de lo mejor de la Rioja, lo que no hacemos es quedarnos a dormir en el hotel de las cucarachas. Para recuperar aquel hotel tendrían que fumigarlo a fondo, empezando por el recepcionista con cara de Nosferatu riojano, y la otra opción sería dinamitarlo y construir uno nuevo.

domingo, 13 de octubre de 2013

CUENTO DE OTOÑO. Hoteles poco recomendables 2


El hotel camino a Ourense.

Aquel hotel estaba plantado pasado un puente y muy cerca de Orense, y yo estaba cansado de conducir, y era casi de noche y le dije a Montse, mira este hotel parece bastante nuevo, y para pasar una noche creo que no estará mal. Cenáremos, nos quedaremos a dormir y, al día siguiente, descansados seguiremos haciendo camino.

Cuando aparcamos el coche ya vi que aquel era un hotel más que singular. En el parking del hotel había un hombre con una gorra roja, camiseta y pantalones con tirantes que, con un barreño y un mocho pelado, estaba fregando los aparcamientos; yo pensé, que raro fregando un aparcamiento exterior y a estas horas (era casi de noche). Pero observando bien, ya se veía, por los movimientos pendulantes que hacia, que el fregador no tenía todas las luces, y cuando iba a aparcar, el tío me decía: no no aparque aquí, que lo voy a fregar y cuando después de hacer la maniobra iba a aparcar en otro sitio libre, venía el tío con el cubo y el mocho pelado y me decía que no, que no aparque allí porque este tampoco estaba limpio y que lo iba a fregar. Y yo pensé, que aquello había empezado mal, pero al final vino el propietario del hotel y después de reprender al hombre, sacarle la gorra, darle un gorrazo y volvérsela a poner, me dijo que aparcara donde quisiera.

Una vez aposentados, le dijimos al hombre que nos apetecía cenar. Uno cuando está en Galicia enseguida piensa en los pimientos del padrón o en el pulpo a la gallega, o mariscos propios de la zona. Pero el tío nos dijo que no tenía nada de todo esto, y que lo que tenía era queso y pan y embutidos. Bueno dices, mira un poco de queso de la región y teta gallega con un tinto de por aquí no estará mal. Pues no, el tío no tenía más que un queso de bajá calidad envasado al vacío, pan Bimbo, y el vino era una especie de don Simón en tetra brick. Cenamos de puta pena. De camino hacia la habitación, y al pasar por los pasillos, Montse me hizo notar un fuerte olor a spray para moscas y mosquitos. Yo le dije que era el olor propio de la desinfección, y pensé que el tío de la gorra roja, el que estaba fregando el parking, se había hecho antes, todas las habitaciones del hotel.

Llegamos a la habitación y al colocar las maletas, vimos en la parte inferior del armario toda una colección de sprays de todos los tamaños y marcas, colocados en batería, y todos ellos con el propósito para eliminar mosquitos y moscas (parecía como si un viajante de este tipo de productos, se hubiese olvidado allí todo el muestrario). Otro argumento podría ser, que los del hotel fueran sumamente previsores y que si entraba una mosca o mosquito en la habitación, podías escoger entre aquellas armas mortíferas y eliminarlos. De todas formas no dejaba de ser un poco raro todo aquel extenso muestrario de sprays. En los armarios normalmente te encuentras perchas y no aquello. No tardaríamos mucho rato en saber para que servían dichos sprays. Ante la ausencia de aire acondicionado y como que hacia calor, abrimos las ventanas para que entrara airé puro del exterior. Pues bien, aquel hotel debía estar al borde de un pantano o algo parecido, porque lo que entraron a mansalva fueron mosquitos, y entonces comprendimos el porque de aquel enorme stock de sprays antimosquitos. Pero a nadie que piense un poco, se le ocurriría rociar de spray una habitación, si luego vas a dormir en ella, a menos que no vayas provisto de máscaras antigás. Así pues, matamos a todo los que habían osado entrar, a golpe de periódico, dejando muestras de sangre en las paredes y rastros de mosquitos convenientemente aplastados, para que no nos pudiesen picar durante el sueño. Después de la batalla estábamos aún más cansados y después de aquella opípara cena, decidimos que lo más adecuado sería descansar, y mañana ya amanecería otro día. La cuestión es que apagamos la luz y decidimos dormir.

En la oscuridad de la habitación oíamos unos ciertos zumbidos, como de elementos que iban de aquí para allí, pero pensamos que no podían ser de los mosquitos, pues, presumiblemente los habíamos eliminado a todos, craso error, porque aquellos sigilosos desplazamientos y zumbidos en la oscuridad no cesaban. Al cabo de un rato de estar la luz apagada decidimos encenderla. Increíble espectáculo, en el cabezal de la cama y justo encima nuestro, estaban formados y prestos a atacarnos así que nos hubiésemos dormido, como treinta mosquitos (sin exagerar) adheridos a la pared y a punto para la sangría. La sangría la hicimos nosotros, puesto que provistos de los plásticos informativos del hotel, decidimos acabar con ellos. Y parecía que estuviésemos tan zumbados, al menos como el fregador del parking, pues subidos por las camas y por las sillas eliminamos a todos aquella formación de mosquitos gallegos. Las paredes quedaron salpicadas de mosquitos aplastados y de la sangre de antiguos residentes. Sumados a los de antes, las paredes formaban un mosaico de salpicaduras parecido al frontis de un coche blanco, cuando se han hecho cinco mil kilómetros de carretera.

Al día siguiente había cola en la recepción del hotel. Se trataba, sin duda, de una huida masiva de clientes. Todos ellos con picaduras evidentes en el cuerpo, y con caras de pocos amigos, abandonaban el hotel, no sin antes decirle cuatro cosas al dueño. En el parking, el tío de pocas luces, estaba de nuevo fregando los aparcamientos, mientras que con una ancha sonrisa, y con la mano libre del mocho, se iba despidiendo de los clientes del hotel, sacándose la gorra roja. Era el único que se lo pasaba bomba.




jueves, 3 de octubre de 2013

CUENTO DE OTOÑO: Hoteles poco recomendables


Cuento de los tres hoteles.

En los distintos viajes que he realizado junto con Montse, a lo largo de España, he tenido un seguido se sucesos que os voy a relatar. No obstante, y para ser fiel a la verdad, decir que estos hoteles, son una excepción. Nosotros normalmente nos movemos por hoteles de tres estrellas, y sin duda que a habido hoteles buenos y con un servicio excelente. Pero, como siempre, lo normal no es noticia.




El hotel camino a Burgos.

Por supuesto señora que tenemos baños en las habitaciones. Mi mujer había ofendido aquel hombre vestido como Dios manda, y que vino a recibirnos en la puerta del hotel. Íbamos caminó a Burgos y según nos contó el hombre, el hotel estaba situado en una antigua ruta del camino de Santiago, aunque se trataba de una vieja ruta y, para desgracia del hotelero, ya no pasaba casi nadie. Y no era de extrañar, puesto que el hotel estaba situado en un páramo desértico, en donde, como pudimos ver, campaban a sus anchas, conejos y liebres de puntiagudas orejas (parecía que hubiésemos caído en el agujero del cuento de "Alicia en el país de las maravillas" pero en Burgos).

Era muy tarde y hacia un frío que pelaba y por lo tanto decidimos quedarnos en aquel extraño hotel, en medio de la estepa burgalesa. El hombre, aún un poco enfurruñado con la impertinente pregunta que le había hecho Montse, nos acompaño a las habitaciones que, efectivamente tenían un baño correcto. Después de desearnos una buena estancia en su hotel, con lo cual ya nos decía, que el era el propietario, nos recomendó la excelente cocina del hotel para cenar. Nos aposentamos a la habitación con baño, abrimos las maletas y decidimos ir a cenar.

De camino hacia el restaurante, y pasando por un largo pasillo, pudimos ver al mismo hombre que nos había recibido, pero con un delantal al uso, y que estaba pasando el aspirador a una habitación con la puerta semi abierta. Pasamos por diferentes habitaciones y estancias y allí no piolaba nadie. Le dije a mi mujer, que silencio y que raro que haya tan poca movimiento de clientes, pero para tranquilizarla al verla algo inquieta, añadí: aquí estaremos bien, hay una paz de convento. Cuando legamos al restaurante y ocupamos una mesa, vimos que había un trío de personas mayores, compuesto por dos mujeres expectantes junto a un hombre sentado, pero dormido. El hombre ni se movía y creo que ni siquiera tenía plato en la mesa, hasta llegue a dudar que estuviese vivo. Nos repasaron de la cabeza a los pies y vimos que las mujeres cuchicheaban entre ellas. Nosotros ocupamos la otra mesa del restaurante, puesto que sólo había dos mesas ocupadas en todo el comedor. Uno piensa que no se debe de comer muy bien para que la gente del hotel no acuda a cenar. Más tarde me entere del porque. Aquellos tres personajes y nosotros éramos los únicos clientes del hotel.

Al cabo de un largo rato, se personó el maitre para tomar nota, y cual fue mi sorpresa al comprobar que era el mismo que estaba en la recepción y que, más tarde, se estaba haciendo las habitaciones, solo que en aquel caso iba de riguroso negro y llevaba una gran medalla colgando en el cuello que le identificaba como experto somelier (en todas las situaciones, el tío cuidaba mucho su vestimenta). El hombre tomaba nota de lo que queríamos comer y, ante la duda, nos sugirió carne. Le pedí un entrecot de Burgos a sabiendas de que por allí tienen una carne muy buena. El hombre, ya menos serio, me dijo que si lo quería acompañado de patatas fritas y se fue para la cocina. Yo, en un descuido de decirle que lo quería poco hecho y al ver que ningún camarero más aparecía, me acerque a la cocina, y ante el silencio le toque la puerta con los nudillos. Vi al dúo que no paraba de observarme y que, ambas mujeres, me hacia signos como de que entrara. Abrí despacio la puerta batiente, y ante mi sorpresa, comprobé que era también el mismo individuo, pero esta vez ejerciendo de cocinero con un delantal blanco y gorro de cocinero; y que me estaba haciendo el entrecot, muy concentrado en la tarea. Entonces pensé, coño o son todos parecidos, o gemelos o en este hotel, este tío se lo hace todo. Probablemente para ahorrar personal, en vista sobre todo a que ya nadie tomaba aquel camino para ir a Santiago. No le dije nada y me senté de nuevo en la mesa. Al cabo de un rato apareció el hombre de nuevo vestido de maitre, me trajo el entrecot al punto, acompañado de unas patatas fritas, más una ensalada que había perdido Montse, y que sin duda había hecho el.

Al cabo de un rato de estarme mirando sin apenas disimuló, una de las mujeres de aquel singular grupo se dirigió a mi. Me dijo ¿usted es de Barcelona no?, lo he visto por la matrícula del coche (antes, las matrículas identificaban la zona de donde uno procedía, hasta que Aznar las quito, el quería que todos fuéramos españoles con las mismas chapas, como el decía) me dijo la mujer que sí íbamos a quedarnos muchos días por allí. Nosotros le dijimos que no, que máximo un día y que íbamos camino de Santiago. Pues mire, me confeso, nosotros pasamos aquí las vacaciones. Yo me pregunte que harían en aquel páramo desierto para pasar las vacaciones sino había más que conejos y liebres (diferente si fueran cazadores). Se podían ir a cualquier hotel de la costa brava, por ejemplo. O quizás, por ser asiduos clientes, tenían aventuras complementarias, como las del libro de Lewis Carroll

La noche en el hotel paso sin incidentes. Por la noche miramos el mapa y vimos que el Monasterio de Huelgas no estaba muy lejos de allí. Quedamos que al día siguiente y con un taxi nos acercaríamos al famoso monasterio. Al día siguiente y a la hora convenida estaba el taxi en la puerta y ¿quién diríais que conducía el taxi?, pues el mismo que hacía de recepcionista, el que se encargaba de las habitaciones y el que hacia los entrecots y las patatas fritas y las ensaladas y todo, o sea el dueño del hotel.

Nos llevo hasta el monasterio, y le pregunte sin ironía, si nos haría el también la visita guiada, pero nos dijo que no, que el sabía sobre el tema, pero que nos la haría otra persona de confianza, es decir su mujer, la que iba de acompañante en el taxi (así todo quedaba en casa). Acabo la visita y nos llevo al hotel. Los tres personajes del día anterior nos estaban esperando en el vestíbulo del hotel. El hombre continuaba dormido en una silla butaca, delante de un tablero de ajedrez (se debía haber quedado agotado pensando la jugada) y nos preguntaron que tal había ido la visita. Las dos mujeres se estaban divirtiendo jugando una partida de cartas y de tanto en tanto observando el paso de algún conejo o liebre (igual aparecía el conejo de la chistera y la reina de corazones), era su diversión, y era el motivo para que se pasarán un mes de vacaciones cada año...aquellos tres personajes debían ser el cincuenta por ciento de la facturación del hotel.

Al despedirnos del dueño, nos dijo que nos esperaba en el hotel para el siguiente año. Y, que si las cosas le iban mejor, y finalmente, los peregrinos que iban a Santiago rectificaban y retomaban aquella antigua ruta alternativa, el hotel mejoraría y como no, habría más personal. Pensé que, si lograba contratar una sola persona más, aquel hombre se libraría de la mitad de sus obligaciones.